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¡ESTATE QUIETO!

 

«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar tarde!», dijo el conejo blanco antes de sacarse el reloj de bolsillo del chaleco.

Quedarse quieto nunca fue una opción. Su naturaleza inquieta y curiosa lo hacía moverse hasta cuando estaba parado.

De un salto en el aire, mientras dormía en la cama de hospital con un catéter hasta la vejiga, se cambiaba de lado a lado durante la noche, ante el espanto de la mujer del compañero de habitación, que pensaba que a la siguiente pirueta se dejaba el pito atrás.

Él dice que le pasa más o menos como a Obélix, que de pequeño se cayó en una marmita llena de café y ya no necesita estimulantes. Los lleva de serie. Los nervios, digo. Esos que le hacían saltar de la cama tan temprano, y que ahora transforma en escritura desde el colchón.

Buscar el sosiego leyendo y escribiendo no ha sido fácil. Necesario sí, productivo también, pero fácil…, ni de coña. El proceso creativo para encontrar el momento, la postura, el método ha sido del todo curioso, raro, pero es el suyo y funciona.

Aprovecha la mañana con la vista de cerca sin lentillas, con la casa a oscuras y él sólo despierto. Con la cabeza sobre la almohada y en posición fetal el cuerpo, sostiene el teléfono con la mano izquierda y con el dedo gordo de la derecha va escribiendo palabras tras palabra, relato tras relato e incluso la novela que pronto verá la luz.

Muchas han sido las carreras contra el reloj que no cesaba de contar segundos. Contra un enemigo ficticio que le pisaba los talones. Buscar el país de las maravillas, huir del dolor, encontrarse a sí mismo… ¿quién lo sabe? Pero pararse, ¡jamás! «Ya me pararé en la caja», suele decir.

Suele decir eso, escribir lo otro, contar historias y desnudarse sin demasiados tapujos. Y mientras lo hace no se da cuenta de que no se puede estar más quieto.

Jaime Sabater Perales

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