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ESCUECE

Desde que mi amigo Pepe me recogió en su coche, me llevó al médico, me ayudó a echarme en un sofá, me empujó —más tarde— en una sillita de ruedas por en medio de la calle al hospital  para que me hiciesen una resonancia, me vio tirarme al suelo de la sala de espera aullando por una camilla y me llevó de vuelta a la consulta, hasta que yo conseguí entrar a rastras en la farmacia de la calle Rafael Salgado esquina con la calle Bami para comprar cuatro drogas recetadas que intentasen amainar el sufrimiento ciático que tanto me escocía e invalidaba, todo fue un numerito de circo.

Sí, lo sé, os ha faltado el aire para llegar al final de la frase… Pues imaginaos como jadeaba yo desde que salí de casa hasta que volví a mi cama, que era el único sitio en el que podía respirar con cierto sosiego.

Cuarenta y cinco años atrás entré en esa misma farmacia con mi amigo Soriano después de echar la tarde en el parque jugando a las canicas. Los dos mancebos de aquella época siempre me regalaban caramelos y me llamaban por el nombre de mi padre: «Toma, Enrique, pon las dos manos y repártelos con tus hermanos».

Invité a mi compañero de clase a que subiera a merendar a mi casa, justo en el siguiente portal de la farmacia. Por las escaleras íbamos bromeando con eso de que en vez de Jaime me llamasen Enrique. «Hola, Enrique; toma, Enrique; qué pasa, Enrique…». Así canturreábamos hasta llegar a mi puerta.

Llamé al timbre y nos abrió mi padre con sus gafas de pasta negra, su porte elegante y aquel bigote espeso que tanto le caracterizaba.

—¡Hola, hijo!, ¿quién es este amigo tuyo?, preséntamelo —dijo con toda la hospitalidad del mundo.

Yo seguí con el tono jocoso con el que veníamos.

—Hola, papá, te presento a mi amigo Soriano —correspondí—. Soriano, te presento a mi padre: Enrique, el Foca. —Y me quedé tan ancho.

A mi padre se le cambió la cara. Me soltó un guantazo, mandó al otro niño a su casa y a mí me castigó toda la tarde en mi cuarto y sin merienda.

El dolor de la ciática se disipará, pero aquella torta bien dada y la vergüenza que pasé no hubo pastilla que me las quitaran.

Jaime Sabater Perales

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