ENTRE LAS SOMBRAS
Enfrente de mi colegio existía un muro con un agujero que asomaba al infierno de las vías, de donde salían ratas y niños sucios con intenciones reguleras.
La ciudad se atravesaba por aquella frontera de raíles, que hoy se entierra y vuelve a la superficie por donde los de aquí siguen temiendo a los del otro lado, al gueto que desterraron de las corralas en el que fueron a parar sus huesos flamencos. Vergüenzas por tapar del desarrollo urbanístico de esta ciudad, que sigue denostando al mundo gitano.
Terminé de jugar un partido de futbito con la tarde más que echada y la calle vacía. Me entretuve, ya solo, atándome los cordones de una de las zapatillas. Al incorporarme ya los tenía encima.
—Rubio, ¡por mis muertos, que te rajo! — dijo el más alto al cogerme por detrás y ponerme una segueta oxidada en la yugular, que pude ver por el rabillo del ojo.
El más pequeño me agarraba los brazos mientras yo me revolvía para librarme de los dos chorizos que me habían abordado.
—Payo, cabrón, ¡tate quieto, suerta el reló y to lo que lleve!
Yo tenía trece años, ellos no más de doce, incluso menos. No llevaba un duro encima, pero no estaba dispuesto a perder mi Casio F-11 con alarma y cronómetro, ni con esa sierra mugrienta apretada al cuello.
Seguimos forcejeando durante unos segundos eternos. No les tenía miedo. Estaba harto de tratarlos en mi barrio infantil cuando cruzaban la vía e intentaban quitarnos los trompos o las canicas. También los conocía de aprender a tocar palmas o escuchar sus historias ancestrales, románticas, salvajes. Pero esta vez consistía en un robo a mano armada al que me negaba con todas mis fuerzas.
Con una habilidad inusitada, el más canijo consiguió desabrochar la correa de caucho del Casio F-11, y salieron por patas. Cogí la primera piedra que vi. Se la lancé y corrí tras ellos.
—¡Hijos de la gran p…! ¡Mi reloj!
Al llegar a la tapia y asomarme por el agujero, no vi nada. Estaba muy oscuro. Me paré en seco. Entrar allí me hubiera costado las zapatillas o incluso la vida.
Dos mundos en choque continuo, el uno que avanzaba y el otro que se resistía y se ocultaba entre las sombras del hambre, la pobreza y el hampa.
Volví a casa invadido por una sensación enorme de impotencia e indefensión. Con la muñeca blanca y desnuda. Sin poder contar el tiempo.
Aún recuerdo aquel reloj, pero más me acuerdo de los chavales. Pienso en qué habrá sido de ellos, y concluyo con la certeza de que, más que maleantes, representaban las verdaderas víctimas.