EL TÚNEL DEL TIEMPO
Entre la nostalgia y la melancolía parece que me desenvuelvo, pero no son esas mis señas de identidad. Siempre miro adelante, me quedo poco tiempo en el mismo sitio. Soy, más bien, un novelero patológico y un culillo de mal asiento. Por eso echo tanto la vista atrás; para medir la distancia de mi evolución y no olvidar de dónde vengo.
Mi hermana Marta suele contar que su memoria infantil llega hasta casi cuando no había cumplido un año de vida. La mía no da para tanto, aunque me encantaría. En mis fotos más antiguas salgo siempre con la boca abierta, con una enorme sonrisa que mira a la cámara. Cuarenta y siete años después, al enviudar, muchos comentaron que no perdí la sonrisa al recibir las condolencias y muestras de cariño, aun estando destrozado.
Estoy más que convencido de que por mucho que se tuerza el camino hay que aguantar con gesto amable. Ser agradecidos con los que se toman la molestia de estar a las duras y a las maduras. Hay veces que se me olvida, que soy gruñón, que me paso el día riñendo y que saco lo peor de mí. Y entonces me detesto, me paro y me meto en el túnel del tiempo, donde la memoria no alcanza y sé por lo que me cuentan mis mayores.
Vivíamos en el barrio de Heliópolis, en una época en la que para ir al centro se decía: «Vamos a Sevilla». Yo era un bebé que aún no caminaba. Mi madre me sacaba a pasear por la plaza del bar Avelino, que todavía sigue abierto, con mis dos hermanos que acompañaban a pie al séquito. En cuanto empezaba a ver gente, me ponía de pie en el coche y, con la sonrisa puesta y un brazo levantado, me dedicaba a saludar a todo aquel que se nos cruzaba. Las madres de la plaza, que ya me conocían, decían: «Ahí viene Franquito».
¿Seré yo uno de esos herederos del Régimen o es que, sabiendo avanzar, no tengo complejos del pasado?