EL QUE SABE, SABA
No sé cuándo empezaron a atraerme las palabras. Quizá fuera escuchando a Lolo Rico los sábados por la mañana en La bola de cristal. Tal vez con los eslóganes de Ricardo Pérez, como el de este título. Lo que sí tengo claro es que, si Dios me regaló orejas de soplillo, son, como decía el lobo feroz, «Para escucharte mejor».
He pasado muchas horas de mi vida delante de la caja tonta, muy pegado a ella por mi incipiente miopía, poniendo la oreja a todo lo que me enseñaba.
Leer, leer sin parar es la fuente de la sabiduría que nos han inculcado. Luego con el periodismo y la publicidad aprendimos que una imagen vale más que mil palabras. Llevo olores infantiles metidos en la memoria olfativa que me conmueven al re-conocerlos, y tengo mucho tacto al rechazar determinados sabores que me pueden hacer pupa, o deleitarme con otros. Todos los sentidos son importantes, que le pregunten al que le falta alguno, pero de los cinco, me quedo con el oído como mi favorito para la entrada de conocimientos.
El mejor profesor que he tenido en mi vida fue la Antoñita, del instituto Murillo, que nos hacía aprender las capitales del mundo con exámenes orales diarios y alea-torios. Las principales conurbaciones, los Grandes Lagos de América del Norte, el Cotton Belt, las islas de la Polinesia… Todo lo memorizábamos prácticamente de oído. Solo tengo que rascar un poco y salen aquellos datos que me llevaré a la tumba y que siempre sirven para algo, aunque solo sea para saber que Iowa, Nebraska e Illinois forman el Corn Belt norteamericano.
Si a los temarios se les pusiera música como a la tabla de multiplicar, me hubiese sacado las oposiciones a Notarías —por ejemplo— del tirón, pero mi culo de mal asiento no gastaba los codos que mis orejas sí aprovechaban.
Maldita hiperactividad esta que no me deja descansar ni sacarle todo el partido a mi mente inquieta. Aunque siempre defenderé que: «La memoria debe estar al servicio de la inteligencia, no al contrario, ya que tanta información almacenada hace que el procesador se ralentice». (Segunda Teoría)
Tan fresco y rápido era de pequeño que mi profesor de lengua de quinto de EGB, allá por el año ochenta, cada vez que me encontraba por el pasillo, al salir del comedor o jugando en el patio, se acercaba y me decía: «Jaime el que sabe, Saba Sabater».