EL QUE NO LLORA…
El Citroën Ocho familiar iba cargado hasta las manillas. Una baca prestada con cuerdas y pulpos elásticos portaba varias maletas y otras tantas cajas de cartón llenas de efectos personales. El viaje desde Sevilla hasta Valencia sería largo y definitivo. Papá llevaba varios meses trabajando en la editorial y ahora, con destino a un piso alquilado en el centro de la capital levantina, hacía la mudanza con toda la troupe.
En el año 78, era impensable para una familia de clase media contratar una empresa de mudanzas o viajar en avión para afrontar este cambio de residencia, así que, de golpe y porrazo, vaciamos una casa de seis miembros y cogimos camino de Despeñaperros.
El veoveo, cantar un tema conocido a partir de una palabra por turnos, recitar poemas… y aquellas canciones a coro que son parte de nuestra herencia fueron nuestras distracciones durante un viaje de ocho horas.
Llegamos de noche a la calle San Vicente Mártir, número 54, primero derecha. Un piso enorme con dos patios gigantes, aunque con una entrada de garaje muy baja que tiró al suelo parte de nuestro equipaje e hizo añicos la vajilla, regalo de boda.
Al día siguiente salimos a comer y, desde el portal, mi madre me mandó a buscar a papá, que estaba sacando el coche del garaje al otro lado del edificio. No sé qué hice, pero donde llegué no había puerta de garaje ni padre alguno. Al intentar volver, aparecí en una calle extraña de una ciudad desconocida para un niño de siete años.
Deambulé hasta que me topé con una terraza llena de familias que tomaban el aperitivo y comencé a llorar de forma muy sonora. Una señora se acercó a preguntarme si me había perdido.
—Vivo en la calle San Vicente Mártir, número 54, primero derecha —dije de carrerilla.
De la mano me acercó hasta allí, donde mis padres y hermanos me esperaban nerviosos y con las caras descompuestas.