EL PRIMER EMPUJÓN
Siempre he sido un cagueta.
Mi padre se pegó varios domingos tratando de enseñarme a dar la vuelta de campana en la cama de matrimonio. Yo me ponía rígido como un carámbano y no consentía. Me generaba pavor perder la verticalidad, dejar de tener los pies en el suelo.
Soltarme de manos de la bici, aún hoy, me causa respeto, y cuando me tiro por trialeras me suelto de los calapiés para sentirme más seguro. Algo parecido me pasa con las pistas negras de esquí. Las encaro poco a poco, tratando de no descontrolar. Al alejarme de las rocas mar adentro, practicando esnórquel, me invade la misma sensación.
El día que decidí irme de la empresa en la que llevaba catorce años, en la que estaba tan arropado, pero sin más proyección, lo pasé fatal. El miedo me hizo dudar mucho tiempo, muchas veces. El mismo miedo que aparece cuando tengo claro que el ciclo obsoleto tiene que dar paso al nuevo.
Al conseguir realizar la primera voltereta ya no pude dejar de darlas. Comprendí, tan pequeño, que los miedos son barreras que hay que superar. Que una vez alcanzado el objetivo, resulta una idiotez no haberlo hecho antes. El disfrute que supone para el organismo merece la pena siempre.
No es más valiente quien menos miedo padece, sino el que aún sofriéndolo es capaz de superarlo y pasar al otro lado. Los intrépidos saborean menos los retos. Los ejecutan sin darle importancia, de forma natural.
Dando volteretas he trazado un camino, una vida de luces y sombras desde aquel niño agarrado a las sábanas diciendo que no. Gracias, papá, por darme el primer empujón.