EL NIQUI NUEVO
Desde hace un tiempo, huyendo de la nefasta parrilla de casi todos los canales de televisión, le dedico un ratito cada día a bichear TikTok. Vídeos de músicos garrapateros, actuaciones de flamenco, tutoriales de relojes automáticos… De Camarón de la Isla he descubierto entrevistas inéditas —al menos para mí— que me han puesto la piel de gallina, y he visto veladas de boxeo antológicas que de otra forma hubiera sido muy difícil encontrar. Esta semana, un chaval que habla de moda masculina y ha sacado su propia línea de polos, hacía una comparativa entre Fred Perry y Lacoste. Él acabó decantándose por la primera marca, a lo que yo le comenté que como aquellos Yves Saint Laurent que vendían hace más de treinta y tantos años en Cortefiel no he tenido unos más duraderos y que sentaran mejor.
Por aquella época, tanto mi armario como mi dormitorio al completo eran unas leoneras en las que resultaba complicado encontrar la camisa que te querías poner para salir un viernes, por ejemplo. Mi primo Luis solía contar como anécdota que un día dejó su cartera sobre mi sofá y que el propio ecosistema la engulló y tardó varias horas en recuperarla.
Creo que llegué a tener niquis de YSL de todos los colores.
Un día que los amigos íbamos a pasar el fin de semana a Los Caños de Meca no tenía narices de encontrar los dos que más me gustaban y mi hermano perjuró que él no los había cogido.
Hice un macuto justito y pasé a recoger a Juanele que aún estaba duchándose. Lo esperé en su dormitorio y mientras hacía tiempo me puse a curiosear en su armario. Mi sorpresa fue mayúscula cuando aparecieron colgados mis dos polos juntos con algunos más que me sonaban de otros amigos.
Detrás de mí, con la toalla aún en la cintura, recién peinado y descojonado de risa, entró quien había aprovechado cada viaje grupal para traerse de vuelta las prendas que fueran más de su agrado. Su madre las lavaba, las planchaba y tenía a su disposición, sin pasar por caja, la mayor colección que he visto en mi vida de las mejores marcas.
Pero como había que quererlo, fuimos en busca del resto y cogimos rumbo a Los Caños.
El sábado por la noche decidimos ir a Conil. Una furgoneta anunciaba por las calles una capea en la plaza de toros… Soltaron una vaquilla que llevaba en cada asta un papel adherido. El valiente que fuese capaz de arrancar alguno de los tíquets tenía derecho a una ronda de copas. Nosotros, que ya veníamos calentitos de los bares de moda donde sonaban los «No me Pises que llevo Chanclas», saltamos al ruedo envalentonados. Bueno, algunos saltamos y otros desde la barrera jaleaban a la vaca llamándola por el nombre de alguna novia que les había roto el corazón.
En uno de los lances, me arranqué detrás de la becerra. Llevaba puesto un polo Ralph Lauren amarillo chillón, que me habían prestado a regañadientes. El astado, ante tanto resplandor, me vio por el rabillo del ojo, se giró de improviso y me pegó tal revolcón que volé a más de dos metros de altura.
Mis amigos pensaron que me había matado, y Quique, el dueño del polo fosforito, salió disparado en mi auxilio, lo que pude ver desde el suelo, magullado y rebozado de albero, pero muy orgulloso de que se preocupase tanto por mi integridad física.
Me ayudó a incorporarme, me inspeccionó de arriba abajo y exclamó aliviado:
«¡¡Uf!!, menos mal que no le ha pasado nada a mi polo nuevo».