EL INTOCABLE
Cada vez que veo un telediario me arrepiento antes de llegar a los deportes. Estoy convencido de que en el mundo ocurren todos los días cosas agradables. Seguro que se avanza en tecnología y que hay investigadores inquietos que sacan fármacos que nos hacen la vida más duradera y mejor. Pero no puede ser que todas las desgracias juntas del universo se den parte en media hora, dos veces al día.
Ser un «desinformado» no es tan terrible, prefiero buscarme las noticias a mi aire, sin necesidad de que me levanten el estómago a la hora de comer. De todas formas, de lo importante te acabas enterando por narices.
Me encanta picotear en diferentes medios, leer opiniones, profundizar en lo que me atrae. Y, desde hace un tiempo, flirtear con TikTok. Sí, no me lo tengáis en cuenta, pero no puedo evitarlo. Hay días que trato de no entrar, que ese rato lo podría dedicar a leer, a escribir o a arreglar el enchufe roto de la cocina. Es algo superior a mi, que me atrae de forma inexorable. Me encanta ese gazpacho de actuaciones musicales, recortes de programas y videos chorras. He descubierto cantantes increíbles que de otra forma no hubiese escuchado nunca. La Resistencia de Broncano la conocí por aquí, también el programa de Jimmy Fallon. Y así muchas cosas que me tienen al día de una actualidad social, cultural y multimedia que me distrae y me divierte, condensada en media horita diaria.
Los combates de boxeo ocupaban mis noches de algunos sábados de insomnio, hace muchos años, cuando los retransmitían a horas intempestivas. Con TikTok, me harto de ver fragmentos de combates históricos, victorias por K.O. apoteósicas, y descubro a boxeadores cuya existencia desconocía.
El Intocable ganaba sin necesidad de pegar. Nicolino Locche era una avispa imposible de alcanzar por los puños de los púgiles a los que se enfrentaba. No entrenaba, odiaba el gimnasio. Era un vago, fumaba y tomaba, aunque su talento se imponía sobre todas las cosas. Desde su Mendoza natal lo llevaron al Luna Park de Buenos Aires. Allí, no daba pelea, parecía salido de un circo, «una charlotada», decían sus detractores. Era distinto. Ponía la cara y esquivaba todos los golpes sin devolverlos. Charlaba con el público durante la contienda, como si no fuera con él. Una cosa de locos era Locche. Pero ganaba todos los combates y enseguida se hizo con el público que acudía a ver al original peso wélter júnior. Consiguió que las mujeres bonaerenses se aficionaran a las veladas para disfrutar de su singular estilo. Escritores, periodistas, músicos acudían al Luna Park a ver sus victorias. Se puso de moda.
1968 deslumbró al mundo con sus innumerables talentos y acontecimientos y, desde Argentina, Nicolino revolucionó el boxeo cuando viajó a Japón a disputarle al campeón Takeshi Fuji el título mundial. Para aquella ocasión entrenó más que nunca, se preparó a fondo y dejó de lado su afición a salir de fiesta. Saltó al ring dispuesto a ganar, sorteó todos los golpes y castigó duramente el rostro del campeón nipón, que perdía el equilibrio y la paciencia al fallar todo lo que le tiraba al mendocino.
No hay victoria más importante que cuando el rival se retira. Después del noveno asalto, Nicolino ganó el campeonato mundial ante un Fuji abatido, con los ojos hinchados, «en una época en la que aquello suponía una gesta épica y no un negocio», relataba el periodista.
El Intocable emulaba a los toreros con sus maneras elegantes dentro y fuera del cuadrilátero. Desgastaba a sus rivales, esperaba su momento, sin violencia ni malas artes, con cabeza, sin aspavientos ni golpes bajos. Creó un estilo diferente que lo llevó a lo más alto. Mantuvo su personalidad sin dejarse influenciar, creyendo en sí mismo y fajándose cuando era necesario. Así se debe triunfar, dejando hueco para la innovación, desarrollando el talento creativo. Llegar sin necesidad de machacar al contrario ni de chocarte con muros imposibles de atravesar. Derramando la menor sangre posible y sonriendo.