EL HERMANO
El otro día, en una barra cervecera del barrio de Los Remedios, mientras le entregaba su ejemplar de ‘No busques más, que no hay’ a mi querido Salvador Suárez, entraron cuatro chavales en chándal a saludar a su profe de mates.
Salva, otro loco que, sin tiempo alguno en su ajetreada agenda de docente, padre, deportista…, también escribe, aprovechó el saludo de los chiquillos para contarnos algunas anécdotas muy divertidas sobre sus alumnos. En especial, me llamó mucho la atención una en la que, a dos hermanos gemelos por separado, les preguntaba sobre su identidad para confundirlos. Tanto llamó mi atención, que me remontó a mi infancia colegial.
Habíamos arrancado el curso los cuatro Sabater en aquel colegio valenciano nuevo y extraño para nosotros. Mi hermana María, la más pequeña, tendría cinco años. Entonces era una melindrosa de mucho cuidado que permanecía siempre pegada a la falda de mi madre. No comía de nada y se pasaba todo el tiempo llorando.
Mi madre consiguió que a su mimosa hija le hicieran un menú especial a la hora de comer.
Si el colegio de La Eliana era enorme, no menos exagerado era su comedor. Tropecientos niños sentados en mesas corridas esperando su plato de comida en una ensordecedora sala, que más bien parecía un criadero industrial de pollos.
En ese batiburrillo, ya con la cuchara en la mano, apareció una de las señoras que cocinaba, con un delantal de cuadros pequeñitos y un gorro de tela blanco recogiéndole el pelo, portando una bandeja y voceando el nombre de mi hermana.
—¡María Sabater, María Sabater!
En cuanto llegó el reclamo a mis oídos, reconocí nombre y apellido y solté la cuchara. Muy excitado, me puse de pie en la silla, empecé a agitar los brazos para llamar la atención de la cocinera y le grité en medio del salón y con todos mis pulmones:
—¡Yo, yo! ¡Yo soy el hermano de mi hermana!