EL GRAN SALTO
Barbate, ya sin el de Franco, en el año 2000, era una ciudad bulliciosa, marinera y chocolatera a más no poder. Los coches de alta gama campaban a su aire, mientras que el puerto pesquero seguía con el trajín de las redes, las caras quemadas por el sol y ese olor a salitre y pescado que lo invadía todo.
Allí que nos presentamos toda la pandilla, vestidos de regatistas y con el futuro novio de marinerito. Un velero clásico de dos palos y quince metros nos iba a dar un paseo por la costa de Trafalgar y nos permitiría divisar, con suerte, algún cetáceo.
La mar estaba bastante picada y el capitán, que parecía sacado de un cuento de Salgari, con barba hasta el ombligo y dos dedos de menos, zarpó sin mucho convencimiento.
El barco saltaba las olas como un caballo salvaje y nos tuvimos que dar la vuelta buscando la tranquilidad del puerto.
—Fin de la travesía —dijo el máster.
Pero no íbamos a desperdiciar un sábado de junio, cargados de comida y bebida, y lo convencimos para seguir la fiesta atracados. El negocio no le salió mal y se estaba poniendo ciego de cubatas y langostinos mientras que nos pasaba, de vez en cuando, un porro que liaba con la mano buena.
En la cantina del puerto, justo enfrente, vendían tabaco y hielo, y había baño. Las escalerillas para subir al muelle estaban muy alejadas y era más rápido pegar un salto para cruzar.
Pasaron varias horas de juerga y, entre charla y charla, me olvidé por completo de mear. El capitán no terminaba de contarme una aventura de piratas angoleños, cuando tuve que cortarle y salir pitando. La marea había bajado y entre el muelle y el pantalán, en ese momento, había una altura considerable y ya no aguantaba más. Miré el borde de la pared de hormigón e hice un cálculo mental. Di un paso atrás y pegué el gran salto.
Me quedé colgando por la punta de los dedos y caí. Intenté agarrarme al pantalán, pero reboté varias veces y caí al agua por el hueco, entre escaramujos y ostiones. Un amigo que presenciaba la escena salió corriendo desde el barco y me sacó por los pelos. Me dejó bocarriba en el suelo, todo ensangrentado y pegando tiritones.
—¡Hijoputa, lo que hacéis algunos para mear! —dijo a carcajadas el capitán mientras me echaba un chorreón de güisqui por las heridas. El resto, atónitos, rompimos a reír al ver que por poco me mato y que ahí estaba: empapado en alcohol, lleno de rasguños, pero ya sin ganas.