EL DESPERTADOR
El verano llega a su cénit y la mañana despierta fresca este 15 de agosto. Son las ocho y media y el sol pinta agujeritos en la pared del dormitorio. Los campanarios hacen de despertador, siento la boca espesa y estiro brazos y piernas hasta el dolor. Un salto, miro a la calle por la ventana y el cielo se confunde con edificios y árboles desenfocados. Sábado de verano y tempranito para aprovechar el día. Qué mala conciencia esta la de perder la mañana entre sábanas y mensajes sociales, pero hoy la cama me tira.
—¡Oye, Siri, pon música animada! —Y suena Voy a pasármelo bien de Hombres G. ¡Perfecto! Entro en la ducha pasando por el asiento blanco y con el espejo de mano me afeito y me lavo los dientes: ¡afuera lo negro!
A las dos he quedado en la plaza del Cabildo y tengo toda la mañana para mí solito. Me pongo el bañador y un polo viejo. No tengo resaca, solo cierto regusto etílico en la garganta, y me molesta el olor de los coches. Media con jamón, café con leche, un zumo y, con mi sillita y Julio Cortázar, tiro para la playa por la Calzada de los Infantes.
Marea alta. ¡De puta madre! Ya estoy en el agua y no son ni las once. Los cuentos de don Julio me fascinan y los voy devorando entre baño y baño. La cara me pica con el salitre después del afeitado, aunque el moreno ya está asentado y no me quemo. Marco el libro y desando hasta Los Helechos. Una ducha rápida, chinos color hueso, mi nueva polera kaki y ya estamos con una caña en la mano. ¡Joder, qué bien me siento!
Papas aliñás en La Barbiana y «¡Anda!, pon unos langostinos tigre y echa dos copitas de vino, que las paga Luis de Vargas». Mi chica me sonríe con mirada cómplice. Mi compadre llega enfadado: otra vez esperando a que su mujer se arregle. Ya estamos los cuatro y tenemos mesa en La Lobera a las tres.
Hace mucho calor y el sudor empieza a formar empanadillas debajo de las mangas, pero el restaurante está acondicionado y nuestra mesa nos recibe. ¡Qué hambre! Lo pido todo. Risas, anécdotas y más vino: Rías Baixas para los mejillones y el atún en escabeche. Entran y salen caras conocidas, algunas que no imaginaría nunca por aquí. La tarde se ha echado y las copitas nos llevan a la recena y más copitas. Un viacrucis sanluqueño en toda regla y los cuerpos cogiendo tono.
De vuelta al hotel, hace fresco y me abrocho las mangas de la camisa. La recepción coge curvas y la lengua hace travesuras al pedir la habitación. Primera planta, subimos y los escalones han crecido, son más, muchos más, no termina nunca la maldita escalera. La llave que no abre, que clic, que clac, que abro al empujón y a la cama de cabeza
—¡Anda, levanta! ¡Anda, desnúdate!
Adormilado, comienzo a quitarme la polera por la cabeza. Agarro los faldones por abajo con los brazos cruzados y empiezo a tirar. He esponjado; mi vientre plano parece ahora un pez globo y la camisa se atasca justo a la mitad del cuerpo. Los brazos quedan por dentro al intentar sacarla dándole la vuelta. Pego varios tirones, pero no sube. La cabeza, por debajo de los brazos, queda cubierta de la tela kaki, que parece negra desde dentro. Al llevar las mangas abrochadas no puedo sacar las manos. Me río, hago la culebra para quitarme de una vez la maldita camisa, pero cada intento la aprieta más contra el cuerpo, y empiezo a notar como el aliento rebota en la tela, humedece y calienta el interior. Me estoy agobiando.
Mi novia, que está desmaquillándose en el baño, es ajena a la escena. Sigo forcejeando y saltan algunas costuras. ¡Joder, que me cargo la polera nueva! Cojo aire, trato de relajarme, pego dos tirones más y doy vueltas sobre mí. Nada, no hay forma y se ajusta cada vez más, como una camisa de fuerza. Me pongo de los nervios, empiezo a gruñir y a recorrer a ciegas la habitación. Tropiezo con la esquina del escritorio y un dolor intenso explota en una pierna. Siento como chorrea hasta el pie un líquido caliente, estoy sangrando a borbotones, levanto la pierna herida y resbalo con la otra sobre el charco de sangre. El cuerpo se suspende, me noto liviano y una bocanada de aire fresco entra por el cuello. Se abre la puerta del baño y a cámara lenta, de espaldas y cabeza abajo, voy cayendo, hacia el frio mármol, mientras ella contempla atónita la escena con la cara limpia y los ojos desencajados.
Ya no hay agobios, ya no hay respiración entrecortada, se ha ido el entumecimiento de los brazos; todo es silencio y negrura.
—¡Amor, amor!
Son las ocho y media de la mañana y el sol pinta agujeritos en la pared del dormitorio.