EL CAMINO A CASA
La caja tonta también es fuente de inspiración, muy de vez en cuando.
Eduardo Mendoza en El Hormiguero hablaba de la importancia de la visión periférica para un novelista. Esos retazos de conversaciones y escenas que vas atrapando, sin querer, en tu deambular, y que luego sacas al papel, aunque hayan pasado cuarenta años.
Otro día contaba Albert Espinosa como se pasó por Alcalá de Guadaira para sacarle las emociones primarias a Roberto Leal, que se derrumbó cuando olió la colonia que usaba su padre.
La memoria olfativa no se cierne, va directa al hipotálamo y tira de emoción y vivencia a caño abierto.
Necesito la llave de la calle Bami número diecinueve segundo izquierda. Subir por esa escalera, con pasamanos de madera y sin ascensor, que olía a limpiacristales por la mañana camino del colegio. Plantarme delante de la tele en blanco y negro en aquel sofá de lana con una tostada y un colacao calentito. Cenar un huevo pasado por agua en la mesa plegable de la cocina con mis tres hermanos. Acostarme en la litera de abajo esperando el beso de buenas noches de mamá. Saltar emocionado de la cama a las seis de la mañana para ir con mi padre en el Citroën Ocho a pescar cangrejos de río a la isla del arroz. Poner la oreja en la cola del supermercado esperando turno en la charcutería o recordar el olor intenso de la frutería de al lado del puesto verde, que también exhalaba un fuerte aroma a tinta fresca y a papel de periódico.
El frutero era un tío joven y fuerte que tenía la tienda siempre atestada de señoras con sus carritos. Su desparpajo reñía con su belleza, que compaginaban a la perfección con la frescura y el colorido del género que despachaba. Mientras yo esperaba mi turno con la lista cuadriculada escrita a boli por mi madre, él charlaba sobre su reciente paternidad con una señora.
—¿Y cómo es posible que hayas sido padre tan pronto si no hace ni seis meses que te casaste? —le preguntó ella.
—Señora, pues cómo va a ser, porque como mucha fruta… —soltó con toda la gracia del mundo y que, al parecer, convenció a aquella mojigata que se marchó satisfecha con su compra.
Miré al suelo aguantando la risa de mi picardía de ocho años. Seguí con una sonrisa cómplice mientras pedía unos ‘milagrosos melocotones’ y unas ‘peras afrodisíacas’. Y salí embriagado de olores y pensamientos, que aún conservo, en busca del camino a casa.