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EL CALLO

 

Cada vez me duele menos la rodilla derecha. Se ve que la artroscopia del menisco externo fue propicia y, aunque la molestia de vez en cuando aflora, apenas experimento dolor ni cojera alguna. De la espalda más de lo mismo, a pesar de alguna recaída por exceso de impacto o por mi natural tendencia a hacer el saltimbanqui, tras aquella microdiscectomía de la hernia discal en la L4-L5, apenas me duele ni padezco lumbalgias ni me invalida la maldita ciática.

Eso sí, tengo un callo en el meñique del pie izquierdo que muerde como un condenado. Todos los días pienso en coger cita con el podólogo y cada día se me olvida. Mira que es pequeño y nada profundo, pero el muy mamón me da una lata tela de punzante. Cuando estoy de fiesta, concentrado en el trabajo o escribiendo, como ahora, ni me acuerdo de él, pero a la vuelta de todo ahí asoma con su malaje.

Dicen que el roce hace el cariño y, también, que hay amores que matan. Todo deja huella. La cicatriz. El dolor residual de lo amputado. De lo que se pierde y te endurece. Me sale el caparazón. No quiero más sufrir. Aquí me paro.

«¿¡Qué dices, loco!? Si ya estás otra vez, si no eres capaz de cerrar el corazón por mucho que duela, pique y escueza. Vete al podólogo mañana mismo, y que la sangre fluya entre sístoles y diástoles. No rechaces lo que la vida te ofrece a no ser que te salga otro callo, pero malayo».

Jaime Sabater Perales 

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