EL APARATITO
En la calle Rafael Salgado de la barriada residencial de Bami, hubo hasta el año 80 un taller de televisores que me entusiasmaba. El señor que lo regentaba usaba unas gafas de pasta con cristales de culo de vaso y peinaba una calva vergonzante repleta de pliegues trasversales, creo que de tanto fruncir el ceño al afinar la vista usando el soldador. El local era oscuro y desordenado. Lo recuerdo en blanco y negro, como mi tele. Estaba lleno de lámparas, tubos catódicos… Olía a polvo y a cable quemado.
Cuando no había una avería en Guadalcanal o se cogían interferencias con la minipimer, la tele de casa pasaba por aquel taller, lo cual suponía el fin de la diversión familiar.
—Buenas tardes, ¿está Antonio? —preguntó mamá para interesarse por la reparación, mientras nosotros nos comíamos una tostada con nocilla para distraer el aburrimiento.
—¿De parte de quién? —dijo una voz femenina al otro lado.
—Soy la señora de Sabater, de la calle Bami número diecinueve.
—Le paso.
—¿Sí, dígame? —contestó por fin Antonio.
—Antonio, ¿está ya eso arreglado?
—¿El qué, señora? —dijo algo extrañado.
—¿Que cómo tienes la cosa? —insistió mamá, tan precisa como siempre.
—Señora, no sé de qué me habla usted —respondió, nervioso.
—¡Antonio, hijo! ¿¡Qué va a ser!? ¿Que cómo está el aparatito?
—Pero, pero… ¿tú quién eres? —contestó aquel hombre, bajando ahora el tono de voz.
Mi madre, al comprender el error de la llamada, avergonzada de sus insinuaciones, colgó el teléfono sin más.
Al contárnoslo, se hacía pipí encima y pasamos la tarde entre risas, sin acordarnos para nada ni de la UHF ni de la VHF.