DUELO EN TRAFALGAR
Urbanización Playas del Estrecho, Caños de Meca, Barbate, Cádiz. Verano de 1991.
Sin GPS desde Sevilla ni aire acondicionado y con el carné de conducir casi nuevo, volví a buscar a mis amigos, que llevaban allí metidos toda la semana renegridos por el sol y con los estómagos recauchutados de comer latas de albóndigas y paquetes de salchichas.
Por aquel entonces ya trabajaba en la agencia de aduanas y no pude cuadrar mis vacaciones con el viaje grupal, que aún resuena en nuestras memorias y del que sólo disfruté los dos fines de semana.
Los Caños era el último reducto hippie de la costa gaditana. Un sitio de ensueño para soltar el coche y no quitarse las chanclas hasta la vuelta. Un paraíso para surfistas, nudistas y amantes del buceo a pulmón.
Enganchados a la práctica de la pesca submarina, nos pegábamos todo el día en el arrecife que protege la playa del oleaje, frente a los apartamentos en primera línea.
Cuando me da por algo soy el más obsesivo. Con el traje corto de neopreno, las aletas, el tubo, las gafas y el fusil con el arpón cargado, me pegaba horas disfrutando del fondo coralino y persiguiendo a los peces que se me cruzaban. De intenso, aburría a mis amigos, que salían a tomar el sol para quitarse el mal cuerpo que dejan las frías aguas del Cabo de Trafalgar.
Aquel sábado, seguí escudriñando cada rincón. Dos morenas que buscaban su cueva me erizaron la piel al pasar tan cerca, pero no desistí, quería pescar algo para impresionar al resto. A unos tres metros de profundidad, un pez grande agazapado entre las rocas llamó mi atención. Cogí aire y me sumergí. Él retrocedió en su guarida al verme llegar. Me puse enfrente y le apunté. Era precioso, con un cuerpo moteado y sinuoso que se perdía en la oscuridad y unos ojos anaranjados que se clavaron en los míos.
En vez de tratar de huir, el enorme congrio asomó más la cabeza y mostró unas fauces de afilados dientes. Aguanté el arma con firmeza, corregí el arpón hacia su boca abierta, afiancé el dedo en el gatillo y apreté los músculos para acometer el disparo.
Fueron unos segundos eternos. Un duelo bajo el mar entre un pez y un humano que medían sus fuerzas en silencio y a escasos centímetros.
Sopesé las consecuencias por si erraba el tiro, noté la falta de oxígeno, esperé. Por fin, levanté el arma y retrocedí buscando la superficie. Él comprendió mi gesto, cerró la boca y relajó su actitud.
Busqué lo más rápido que pude la playa y, mientras me quitaba el neopreno en la arena seca buscando el calor del sol, recordé que, como dijo Bonaparte, «una retirada a tiempo es una victoria».