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¿DÓNDE ESTÁN LOS ZAPATEROS?

 

«Hay cientos de especies de libélulas en Botsuana», narraba hace unos días el locutor de un documental sobre el Parque Nacional de Chobe, que es atravesado por las aguas del inmenso y caudaloso río del mismo nombre.

Cuando éramos pequeños, cada rincón de la piscina militar estaba atestado por este tipo de curiosos insectos durante todo el verano. Desde los pequeños azules de cola fina, hasta los enormes «reyes» de tonos violáceos y colas a rayas, que aparecían en grupos al caer la tarde haciendo un zumbido crepitante.

Yo coleccionaba cabezas de libélulas de múltiples colores en cajas de cerillas. El resto de los cuerpos decapitados los dejaba en la entrada de algún hormiguero y disfrutaba viendo cómo los despedazaban e iban metiendo al interior. Algunas veces les cortaba las alas y, vivas, las dejaba indefensas a merced de la marabunta enloquecida. También solía diseccionarlas para comprobar la increíble musculatura de sus pectorales, que movían los dos pares de alas transparentes dibujadas con esa singular nervadura. Mi crueldad infantil no se conformaba y, cuando me aburría de arrancarles la cabeza, les metía una hoja acicular por detrás de sus alargados vientres para que arrancasen un pesado vuelo con esa cola postiza.

Los anisópteros son depredadores bastante agresivos que controlan la población de moscas y mosquitos. Al capturarlos, los hacíamos luchar enfrentándolos cogidos por las alas para que se mordiesen con sus potentes mandíbulas y se engancharan con sus patas prensiles hasta que uno resultase victorioso y el otro medio devorado. Los de color rojo intenso de cola ancha eran muy voraces, mientras que los más comunes de colores tenues anaranjados y amarillos solían perder los combates cuerpo a cuerpo. De los de gran tamaño, distinguíamos entre las reinas, de color pardo, y los todopoderosos reyes, de coloración violácea. A todas las especies, menos a las pequeñas, que sí llamábamos libélulas, en Sevilla les decíamos «zapateros».

Nuestras técnicas de caza eran diversas. Desde la más rústica, que consistía en echarte encima sobre el césped abarrotado con una toalla a lo largo, para ir poco a poco enrollándola y comprobar las posibles capturas, hasta la más depurada, acercándote con sigilo por detrás cuando se posaban sobre alguna rama, para entonces cogerlos por las alas con el índice y el pulgar en pinza.

Cada vez hay menos, no sé si por el afán cazador de los niños de aquella época, por la desaparición de humedales y zonas verdes o por el uso indiscriminado de insecticidas, que, seguramente, haya mermado sus poblaciones en los núcleos urbanos.

Cuando en rara ocasión veo un zapatero posarse cerca, la añoranza infantil de los veranos eternos acude a mi memoria, aunque ahora sería incapaz de tocarle un ala. Solo espero a que despegue cual helicóptero y disfruto observándolo volar en libertad hasta perderse en el horizonte.

Jaime Sabater Perales

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