DE PASEO
Mi amigo Antonio Fernández Albarracín se mete conmigo cuando hablo de regionalismo y de Aníbal González. Dice que es al único arquitecto sevillano que conozco. Ojalá se quedaran en la memoria los nombres de arquitectos insignes de esta ciudad como si de futbolistas se tratasen, pero estoy convencido de que con menos de once titulares, en la expansión urbanística de principios del siglo XX, se consiguieron logros inconmensurables.
Me encanta pasear con la cabeza alta, mirando edificios, reconociendo estilos e imaginando su función original, la motivación de su construcción o la vida de sus propietarios.
El otro día dejé el coche muy temprano para la revisión anual y me volví andando desde la avenida Fernández Murube hasta el número uno de la calle Rico Cejudo. Después de pasar por las naves feas de confección china que inundan el polígono de la carretera Amarilla, llegué a la avenida de Andalucía, donde se cruza con la ronda del Tamarguillo, que recibe el nombre de un arroyo afluente del Guadalquivir responsable de las grandes riadas de esta ciudad y que ahora no sé por dónde fluye. De agua ya no inunda las calles, pero de coches, a esas horas de la mañana, iba más que cargado.
En vez de coger la gran avenida para abajo, decidí callejear y llegué hasta la antigua cárcel de la Ranilla, edificio precioso con una historia menos bonita y circundado por un parque casi desconocido.
Nervión es un barrio que nació de la nada, de los terrenos del cortijo Maestre Escuela que el marqués de Nervión cedió a la ciudad y Aníbal González proyectó como una gran ciudad jardín al estilo inglés y que, más tarde, la especulación inmobiliaria convirtió en otra cosa muy diferente.
En este límite nordeste del barrio entre las avenidas principales que lo atraviesan, Nervión es más pueblo. Abundan las casitas unifamiliares modestas, donde las señoras en verano sacan las sillas a la calle para tomar el fresco. Casas viejas de ladrillo visto mezcladas con otras modernistas de acero y cemento, comercios tradicionales con la vivienda arriba, gente que saluda al pasar y yonquis que vuelven encanijados con los puños apretados de monedas buscando Los Pajaritos para meterse su dosis. Un desorden con encanto que lucha entre la decadencia de lo que tiene detrás y el intento de los jóvenes que vuelven a vivir donde nacieron, hartos de la periferia.
A cada paso, el nivel socioeconómico avanza buscando el casco antiguo. El cruce con la avenida que tiene el nombre de nuestra cerveza supone un salto cualitativo en cuanto a construcciones se refiere. Casas palacio de una belleza singular se mezclan con bloques de pisos setenteros y con casitas ajardinadas de mayor valor arquitectónico que las que fui dejando atrás. La calle Beatriz de Suabia es el colmo de la proporción de casas bonitas en una misma calle. Allí se respira a tranquilidad, al sueño hecho realidad de aquella ciudad jardín para clases acomodadas que proyectó nuestro regionalista.
Bajé por Rico Cejudo y al final podía ver el hotel Los Lebreros. Llegué a casa y respiré tranquilo.
Me gusta caminar, observar y dar rienda suelta a mis pensamientos. Disfrutar del legado arquitectónico que más allá de la muralla existe en Sevilla y que los forasteros desconocen por completo. Los propios sevillanos no somos conscientes de la riqueza monumental que poseemos.
Espiau, Talavera, Gómez Millán…, no son jugadores de fútbol, pero también dejaron huella en mi barrio. Aparca el coche, date una vuelta por el tuyo y levanta la cabeza. Seguro que te sorprendes.