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DÁLMATAS

 

El negro sobre blanco es mi combinación preferida de colores, por su antítesis sencilla y por cómo se puede conseguir tanto con tan poco. En fotografía, embellece la fealdad; en literatura, genera magia a partir de un pedazo de papel limpio, y a través de un pentagrama, ni te cuento…

Doscientos cincuenta y seis tonos de gris se consiguen con una imagen digital de ocho bits, aprendí hace años. Tantos que ni me acuerdo, pero sí, que son suficientes para reproducir a la perfección una imagen en blanco y negro. Con el color fue más complicado hasta conseguir aquellos dieciséis millones de tonos que definen al color real.

Lo costumbrista queda mejor acompañado de una imagen en tonos grises. Le imprime pátina, elegancia y ese toque de nostalgia que tanto me gusta. Aunque «para gustos los colores», dicen en la calle; esa que tanto me atrae, la que me levanta de la silla a la primera de cambio, la que me lleva a los bares.

Echando cuenta de lo gastado en bares y restaurantes, desde mis primeros ingresos con dieciséis años, creo que si no hubiese pisado la calle podría haberme comprado un castillo en Escocia al cumplir los cuarenta. Pero «que me quiten lo bailao» y, sobre todo, lo aprendido.

En los bares cerramos negocios, abrimos sonrisas y abrazos, nos embriagamos de anécdotas. Celebramos los nacimientos, los reencuentros, las compras, las ventas… También lloramos las rupturas y las pérdidas.

«Dálmatas», les decía el desaparecido Juan Joya, el Risitas, cuando los nombraba en sus chistes. No sé si por la similitud en los colores con el elegante can o por degeneración lingüística del término inglés «Barman», pero me encanta la comparación con el mejor amigo del hombre. Pertenecen a una profesión denostada y bastante maltratada a lo largo de la historia. A un recurso, en algunos casos, intermedio, temporal, «mientras sale algo de lo mío…». Para muchos clientes son invisibles: el medio para el fin del hambre y la sed. Yo los busco, me intereso por sus vidas, escudriño sus personalidades… Algunos son opacos, otros malajes —especialidad sevillana muy apreciada, que se suele corresponder con una cerveza bien servida que los justifica—, y luego están los artistas de la restauración. Un buen camarero equilibra el universo. Sin ellos el mundo se iría al garete, como la naturaleza sin abejas. Desarrollan la memoria de tal forma, que sus cerebros han crecido sin necesidad de mutaciones genéticas ni del paso de varias generaciones, pero, además, se trata de cerebros superiores por el exceso de inteligencia emocional que acumulan. Las habilidades sociales superlativas y el espíritu de agradar constantemente, los sitúa en el contrapunto de la pirámide trófica de esta jauría humana en la que vivimos.

Servir al prójimo, que decía mi padre, es un don que debemos cultivar. «Dad y recibiréis», proclamaba nuestro Padre celestial. Que mejor forma de llevar a cabo esta misión, que a través de la sangre y el cuerpo, en los templos de la gastronomía, de la mano de nuestros queridos camareros que nos quitan las penas con su saber estar, con su vocación de servicio.

Brindo, siempre, por todo aquello que cantaba Andrés Calamaro y, hoy en particular, por los que se desviven para que el resto sigamos por el buen camino. ¡Salud!

Jaime Sabater Perales

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