CIEN
Cuando falleció su padre comprendió que seguirían juntos para siempre, aunque sin vuelta atrás. Desde entonces, comenzó a llevar la cuenta al revés. «¿Cuántos me quedan si tengo treinta?».
Los muertos le aportaban vida. Suponían abono para su conciencia, la entrega a un tránsito sin reproches, ya con cincuenta.
Cumplió sueños y dejó escapar otros. Con cada alma despedida, tejió un abrigo para dar calor a los suyos.
Al final de la fiesta, atesoraba un pedazo de papel en la mano, que abrió uno de sus biznietos. El niño, mientras subían la caja, leyó el número de velas: «Cien».