CALLADITO ESTÁS MÁS GUAPO
En este mundo digital, en el que nos escudamos y en el que todo vale, la acidez en el trato se ha convertido en la tarjeta de presentación.
Soy mejor que tú porque insulto con más ingenio, porque dejo en evidencia tus faltas delante del resto, porque no pierdo la ocasión para meterte el dedo en el ojo.
Y así nos va, que de tanto dar, también recibimos, y eso escuece.
Piropear al prójimo, minimizar sus carencias y ver lo mejor de él debería ser lo natural y no lo raro. Con los años la impertinencia juvenil tendría que dar paso a la corrección, a endulzar nuestra manera de comunicarnos en sociedad.
Volvíamos una tarde del club militar, mi madre y todos los hermanos, con un amigo de mis padres. Papá tenía una visita comercial y no pudo cortar al mediodía para disfrutar del baño vespertino y de la partida de cartas.
El coche de este amigo, del que evito decir el nombre por respeto, era un Citroën 8 igual que el nuestro, incluso del mismo color verde claro y con esa amortiguación especial, que daba la sensación de ir flotando por la carretera de Cádiz.
Mi madre charlaba animosa sentada delante y mis hermanos hacían lo propio detrás. Yo escuchaba atento a los adultos con los brazos apoyados en el asiento del copiloto. Sin venir a cuento interrumpí la conversación para preguntarle al conductor.
—Oye, ¿tú por qué eres tonto?
El silencio se hizo en el coche. Mi madre se quedó lívida. Nuestro amigo giró la cabeza hacia mí.
—¿Tonto? ¿Por qué me dices eso? —respondió atónito.
—No, por nada, porque todo el mundo lo dice —solté como me salió del alma.
No sé cómo mi madre pudo contorsionarse de tal forma, pero el pellizco retorcido que me pegó me dejó mudo y con un moratón en la pierna para dos semanas.
El resto del trayecto hasta la calle Bami fue eterno e incómodo. Mi madre no sabía dónde meterse, cómo disculpar mi increíble impertinencia. Y la bronca cuando llegó mi padre a casa fue monumental.
Mis tendencias a ser impulsivo y a hablar más de la cuenta las voy corrigiendo con los años, poco a poco, chasco a chasco.
Aquella tarde de verano de 1977 aprendí, con el pellizco de mi madre, que aún me escuece en la memoria, que hay que pensar antes de opinar y que calladito estoy mucho más guapo.