BOBA
Qué inocente, puro y doloroso es el primer amor.
Un vendaje que tapaba mi locura adolescente y la sangre seca en la punta afilada de un compás fueron las pruebas de mi obsesión.
Creo que ni siquiera llegué a besarla, quizá nuestra relación se limitaba a un par de paseos a la puesta del sol y varios mensajes deslavazados en un pedazo de papel. Pero nunca había sentido algo semejante por nadie, al menos que me alterase así el pulso, me dejase bizco al observarla y tartamudo al intentar expresarle mis sentimientos.
Al descarado, al ocurrente, al impertinente niño, el verano y una quinceañera morena con el pelo corto y unas pestañas infinitas lo habían dejado mudo y turulato.
Tanto resonaba su nombre en mi cabeza que, para sacarlo de ahí, lo dibujé a hierro en mi antebrazo izquierdo, como preso encadenado a su belleza.
La postilla delataba mi gilipollez desde cien metros, y aparecí en la piscina con una venda para ocultar mi vergüenza, que un buen amigo se encargó de destapar en el momento más apropiado, para mi escarnio.
Tenía que seguir bañándome, no podía dejar de jugar al tenis o al ping pong con la absurda excusa de una quemadura con agua hirviendo. Volví a coger el compás y con pulso firme convertí las eles en bes, aunque todo el mundo ya sabía de quién se había enamorado el tercero de los Sabater.