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AVANZAR

 

El día había amanecido fresco y el agua no alcanzaba los veinte grados que permite la Federación para el uso del neopreno en la prueba de natación.

La tarde de antes habíamos visto sobre el terreno las instalaciones en la playa de Málaga, probado las bicicletas y repasado el recorrido. Más tarde, vestidos de calle, fuimos a cenar a un chiringuito recomendado, donde nos sirvieron un pescado magnífico con patatas asadas, para coger fuerzas.

Juan Luis y yo dudábamos en ponernos el neopreno, pero un chico joven, máquina total de esta competición, nos recomendó usarlo por la flotabilidad y velocidad que ganas.

Allí que los dos, ataviados con sendas gomas recién estrenadas, con pinta de leones marinos, nos preparamos para salir al mar.

Tras el pistoletazo, las conocidas patadas y puñetazos hasta que coges calle, el chapoteo infernal y levantar mucho la cabeza en busca de la boya de referencia.

A pocos metros de la salida, el traje apretaba mucho y no me dejaba inhalar todo el aire que necesitan los pulmones. La sequedad del cuerpo también se me hacía rara, aunque seguí braceando y pataleando. Algo no iba bien, me empecé a agobiar. Intenté no hacer caso, pero mi mente ya no quería seguir compitiendo, necesitaba estar fuera del agua, en la playa. Me detuve en pánico, busqué al piragüista de apoyo y le grité moviendo los brazos, desesperado, pero con el bullicio no se percató.

Flotando boca arriba, di varias vueltas y pensé en regresar a la orilla. ¡Por Dios, que mal me sentía! En esos instantes de soledad y miedo todo pasa muy deprisa, pero conseguí dominar la ansiedad, recuperar la calma y el ritmo cardiaco.

Me ajusté las gafas y volví a nadar. El cuerpo se levantó por encima de las olas y empecé a ganar posiciones. Me sentí piragua y los brazos parecían palas, al servicio de la nave, que me llevaron a la llegada para coger la bicicleta y seguir la prueba.

El miedo al cambio, la fuerza de la costumbre, un segundo de indecisión; todo marca la diferencia entre seguir haciendo lo mismo o atreverte a mejorar. Merece la pena, ¡siempre!

Jaime Sabater Perales

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