Alter Ego
Hay veces que cuando hablo no me reconozco la voz. Me ocurre en determinadas circunstancias incómodas o algo tensas. Es como si el que se expresara fuera mi hermano, que ha tomado posesión de mi interior. Incluso me salen sus ademanes y mohínes, y eso que nos parecemos como un huevo a una castaña.
Los Zipi y Zape nos decían de pequeños cuando teníamos prácticamente la misma altura y nuestra madre nos vestía igual. Quince meses de diferencia de edad, dos nombres muy parecidos, las mismas rodillas echadas abajo y siempre juntos.
Al llegar al instituto cogimos caminos distintos, hasta hoy. Tan dispares, que a mamporros hemos resuelto algunas diferencias. «¡Qué sois hermanos!», decían los amigos cuando nos enganchábamos. Y ahí seguimos.
Lo curioso es que no solo mi madre nos confunde cuando pide algo de la cocina, ni son los conocidos, que se equivocan de hermano. La gracia de este asunto de filias y fobias radica en que su nombre me persigue. Cada día, en el trabajo, por teléfono, por correo electrónico o por WhatsApp, alguien me llama Javier en vez de Jaime. Tuve un jefe, allá por el año 91, que se llevó varios años diciéndome Javier, hasta tal punto que dejé de corregirle. Ayer mismo, una clienta de un compañero de Madrid, a la que tuve que atender en una visita en Huelva, se dirigió a mí como Javier en un mail. Infinidad de veces me incordian con un suculento cambio de compañía telefónica y les respondo que se han confundido, que Javier Sabater es mi hermano, y los dejo descolocados antes de colgar.
Yo creo que mi madre, al vernos nacer tan distintos, decidió ponernos los nombres parecidos para que nada nos separase. No sé si al cabezón le pasa lo mismo, pero a mí me tienen los soplillos quemados con tanto nombre de pila cambiado.
Al próximo que me diga por el nombre de mi hermano, le voy a cantar la de Pablo Carbonell:
«¡¡Deja ya de joder, yo no me llamo Javier!!».