LA LUZ
La luz naranja iluminó, durante un tiempo, de forma muy tenue, el cuarto de baño pequeño. Lo suficiente para que él se levantara de noche.
Su madre había barajado mil opciones. Le quitó el vaso de agua de la mesilla de noche, le daba de cenar muy temprano, lo levantaba a medianoche para que hiciese pipí… Nada era suficiente, no había forma, y pasaban los meses, los años. Nadie con esa edad, en su clase, en todo el colegio, seguía haciéndose pipí en la cama.
Con diez años era bastante vergonzoso amanecer empapado. No ocurría a diario, pero sí de forma muy frecuente. Llegó a no decírselo a mamá. A ir al colegio con los calzoncillos chorreando con tal de no reconocer su condición de meón.
Él contaba que soñaba con cascadas de agua, que se veía levantándose, yendo al baño, y que ya era irremediable. Otro día de sábanas tendidas.
Las madres no desisten, aunque él se resistía a crecer, a pasar de bebé a niño mayor.
La clave, como siempre, estaba en la luz. Aquella que, entonces, le empujó a dejar de buscar excusas y quedarse dormido. Distinta, pero la misma luz que hoy le anima a saltar cada día de la cama, y le susurra: «Jaime, adelante, no tengas miedo».