MIL METROS
Hay lugares en los que se paró el tiempo. Por eso vuelvo a ellos.
Esta mañana, un amigo hermano compartió unas imágenes de su hijo jurando bandera. La última instantánea me transportó a sitios lejanos, a colores sepias e historias coloniales. La guerrera conjuntaba con el resto del uniforme inmaculado, con la boina caqui, las trinchas… Su juventud y belleza armonizaban en extraña perfección con el aspecto marcial del evento. Entre sus manos, llamó mi atención un papel de fumar dispuesto a liarse en pitillo, que redondeaba la escena.
La melancolía me ha acompañado siempre, quizá como antídoto a mi hiperactividad. Es una sensación agridulce de la que huyo y en la que me encanta mecerme. La misma que me hace escribir sobre la infancia y la juventud, que a veces me cosquillea y otras me desola.
Inmerso en esas sensaciones, volví esta semana a la piscina militar, que no pisaba desde antes de la llegada del bicho. Aunque parece muy distinta a lo que fue en mis tiempos, allí todo sigue igual, con el mismo olor, los mismos pasillos de albero y setos, las mismas fuentes y casi el mismo césped.
Recuerdos y ecos por cada rincón. Hasta llegar al bordillo fresco, donde busqué alivio al calor, mientras las corcheras me invitaban a unos largos.
Tarde en soledad para regresar al inicio, al lugar, al sitio de mi recreo.
Me gusta lo añejo, lo costumbrista; sin embargo, leo y escribo en el iPhone —pura contradicción—. Mis pensamientos e imágenes los guardo en esa nube que actualiza a mi antigua caja de zapatos, en la que las etiquetas de los primeros Levis se entremezclaban con billetes de tren, entradas de conciertos, cartas de amor desvaídas y algún gettone telefónico, recuerdo del viaje de tercero de BUP a Italia.
Muchas ideas merodeaban mi cabeza calentada por el sol. Cogí aire, me sumergí, y mil metros en la olímpica me quitaron la tontería. Mil metros para desentumecer los músculos y refrescar la mente.
Hasta pronto, querida, odiada y siempre amiga melancolía.