SOGTULAKK
La gran jaima rebosaba gentío. Las bailarinas contoneaban sus caderas al ritmo del laúd y los platillos, alrededor de la pantagruélica mesa atestada de néctares y ambrosías. Patas brillantes de cordero, jarras infinitas del mejor vino, sedas en los vestidos, ojos lujuriosos y el gran sultán, en su atalaya de cojines bordados de Persia, observaba el deleite de los sentidos, mientras dos esclavos africanos calmaban con plumas de avestruz los efectos de la canícula.
Simarik apareció exultante, más que nunca, y el grupo comenzó a tocar la danza. Se acercó a su señor haciendo serpentear el vientre despacio, insinuante, pura sensualidad. Sus enormes ojos esmeralda atravesaban los del sultán y sus pechos, adornados con lentejuelas de pan de oro, apuntaban deseos.
Ella sabía de su poder; lo rodeó y dejó caer el primer velo. Una pierna quedó al aire. El ritmo de la música aumentaba con los latidos del noble mandatario, pero la joven pretendía más y más. Acercó su sudoroso cuerpo al anciano, que, sentado, recorría casi con la boca cada hueso de las caderas de su bailarina principal.
Cuando cayó el séptimo velo, el sultán quedó atónito ante semejante espectáculo tan cerca de su gusto, de su vista, de su olfato y de su tacto, que rozaba cada redondez del respingón cuerpo que lo seducía, pero, de repente, gritó: «Sogtulakk» y se desplomó muerto en la alfombra.
La música se detuvo y un silencio devolvió el eco del grito de las mujeres. Acudieron los médicos y los sabios del reino.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha querido decir con esa extraña palabra?
Nadie fue capaz de descifrar el enigma, hasta que el joven escribano y poeta de la corte, después de darle muchas vueltas, concluyó:
—¡Dichosa entelequia! Ya sé qué quiso decirnos y de qué murió. SOGTULAKK, sólo hay que deletrear: Ese-o-ge-te-u-ele-a-ka-ka.